Pensar: imaginar con justeza.




Breve historia de la estupidez humana.
A propósito de elecciones nacionales españolas.

He estado repasando uno de los tantos libros escritos por JK Galbraith, aquel canadiense magro y alto que se dedicó al estudio de la “macroeconomía”, aquel que con sus buenos consejos salvo la fortuna  de los Kennedy [y por sus concejos también blanqueo el mal habido dinero del contrabando de whisky del “viejo” Kennedy, dicen], en la crisis del 29. Debe haber habido algo de eso, por que  JFK le tuvo por uno de sus principales asesores y se dice que hasta se pensó en hacer una enmienda a la constitución para lanzarle como presidente… pero en sus mismas condiciones también circulaba entonces aquel Kissinger, un judio alemán regordote y mal carácter que tenía la simpatía de los “otros”!

Escribió mucho y muy bien sobre la economía de los países. Incluso hizo una serie televisiva sobre economía, como las que Desmond Morris  hizo sobre la vida en el zoológico de Londres o la de  Carl Sagan sobre astrofísica o  Rodríguez de la Fuente sobre la vida salvaje, para desburrar al “Gran Publico” sobre estos temas.
Pero, es mas fácil entusiasmarse escuchando a Morris, Sagan o Rodríguez de la Fuente, que aprendiendo a pensar correctamente para saber que hacer a la hora de votar, al menos por contar con información  de “buena fuente”… aunque me guste el “otro” programa, aquel con el cara con nombre de estado yanky,  las chavalas macizas y el desgonzado ayudante! [Perdonen la digresión, pero una cosa lleva a la otra].

El titulo que propongo esta en relación al trabajo de Hawking sobre la historia del tiempo y el propio libro del que transcribiré algunos capítulos:
 “Breve historia de la euforia financiera”, de J. K. Galbraith.

¡Empezando que es gerundio!  Ahí va eso…



CAPÍTULO IV

LOS CASOS CLÁSICOS II:

LA BURBUJA


Mientras la gran especulación alcanzaba su imprevista pero plenamente predecible culminación en París en 1720, se estaba desarrollando otra en Londres. El extravío nacido del optimismo y de la ilusión alimentada por cada uno fue la «historia de dos ciudades». Según cabía esperar, tanto los protagonistas británicos como el episodio en sí carecieron del estilo francés. En comparación con el caso parisiense, el londinense fue más bien vulgar, aunque excepcionalmente intenso: el boom y el colapso de los precios de los valores se vieron incrementados por un generalizado despliegue de sobornos oficiales, corrupción y embrollos.
El descubrimiento que justificó el boom o, como siempre y para más precisión, el redescubrimiento, fue la sociedad por acciones. Tales compañías se remontaban a una antigüedad de cien años y aún más en Inglaterra; pero de repente surgían ahora como la nueva maravilla de las finanzas y del entero mundo económico.
En los primeros años del siglo XVIII, había habido algunas iniciativas o propuestas notablemente imaginativas en el terreno bursátil: una empresa para construir y comercializar una máquina de escribir, lo que constituía un adelanto considerable sobre su tiempo; un proyecto para una ametralladora ligera que podía disparar balas tanto cuadradas como redondas, según el enemigo fuera cristiano o turco; otro proyecto para un piano mecánico, etc.
 «Puedo medir el movimiento de los cuerpos -observó sir Isaac Newton en cierta ocasión-, pero no puedo medir la locura humana.» Y, en efecto, no podía medir ni la suya, pues iba a perder 20.000 libras  - mucho más de un millón de dólares actuales - en la orgía especuladora que estaba a punto de desencadenarse.
La Compañía de los Mares del Sur (South Sea Company) había nacido en 1711 por iniciativa o [veamos: van unos 200 años después del “descubrimiento” de America!],  acaso más apropiadamente, por inspiración de Robert Harley, conde de Oxford. En los primeros tiempos de la empresa, se le unió un tal John Blunt, escribiente de profesión, aventajado no sólo como copista de documentos legales, sino en el aprendizaje de su contenido.
Los orígenes de esta compañía se asemejaron estrechamente a los de la “Banque Royale” y de la “Compañía del Mississippi”. De forma similar, aportó una supuesta y sin duda bien recibida solución al problema de la deuda flotante y apremiante del Estado que, como en Francia, había intervenido en los años anteriores en la guerra de Sucesión española.
A cambio del permiso para su constitución, la Compañía de los Mares del Sur adquirió y consolidó esa deuda de procedencia diversa. El gobierno satisfacía por ella un interés del 6%. Y a la compañía se le reconoció el derecho de emitir valores y de ser «la única en comerciar y traficar, a partir del 1 de agosto de 1711, con, en y desde los reinos, tierras, etc., de América, desde la orilla oriental del río Aranoca hasta el extremo sur de Tierra del Fuego».
A este comercio se le añadía todo el de la costa occidental de las Américas «con, en y desde todos los países dentro de los mismos límites, considerados como pertenecientes a la Corona de España, o los que en lo sucesivo fueran descubiertos». Se pasó por alto astutamente que España reclamaba el monopolio de todos los intercambios y el comercio con esa vasta región, si bien cabía alguna lejana esperanza de que las negociaciones por entonces en curso con vistas a un tratado, permitieran el acceso de Gran Bretaña a las fabulosas riquezas en metales preciosos de México, Perú y demás lugares. También habría oportunidades en la trata de esclavos, para la cual los negociantes británicos creían poseer una especial aptitud.
Finalmente, se abrió una pequeña – pequeñísima -  ventana de oportunidades. En resumen, España permitió a la compañía un solo viaje anual, sujeto a una participación en sus beneficios. La esperanza de algo mejor se basaba, en parte, en la creencia de que podía negociarse la soberanía de Gibraltar a cambio de un más amplio acceso a las Américas. La cuestión de esa soberanía iba [va] a continuar siendo un desgraciado contencioso entre Gran Bretaña y España durante dos siglos y medio más […y mas!].
De hecho, resultaría difícil imaginar un proyecto comercial más problemático. Se autorizaron y se lanzaron más emisiones de valores, en respuesta a las compras del público, y a comienzos de 1720 ya se había asumido la totalidad de la deuda pública [por parte de la Compañía]. Tales fueron las supuestas ventajas de la empresa. La oportuna legislación se vio facilitada mediante el regalo de valores de la Compañía de los Mares del Sur a los ministros clave del gobierno, así como por la feliz circunstancia de que varios directivos de la empresa se sentaban en el Parlamento, lo que brindaba la excelente oportunidad de dar a conocer allí las halagüeñas perspectivas de aquélla. Esos mismos directivos se mostraban también generosos asignándose valores.
En 1720, el público británico o, mejor, aquella parte del mismo sensible a la idea del enriquecimiento mediante las finanzas, respondió con entusiasmo a la supuesta oportunidad que le brindaba la Compañía de los Mares del Sur y, más aún, al empuje al alza de los valores y al deseo de participar en las ganancias. La guerra había enriquecido a un reducido pero significativo sector de la población británica. Las clases terrateniente y aristocrática, aunque desdeñosas con los «del comercio» o con los relacionados de algún modo con el «hacer dinero», también fueron capaces de tragarse su orgullo y participar a su vez. A menudo el dinero produce esos efectos. Las escenas de la rue Quincampoix se repetían ahora en las calles y avenidas de la City. La cotización de la compañía, que había sido de unas 128 libras en enero de 1720, ascendió a 330 en marzo, a 550 en mayo, a 890 en junio y a unas 1.000 más avanzado el verano. Nunca con anterioridad en el reino, y tal vez ni siquiera en París o en Holanda, tantos y tan súbitamente se volvieron tan ricos. Como siempre, el espectáculo de algunos convertidos en potentados con tan poco esfuerzo, provocó la carrera para participar que, a su vez, determinaba el alza.
Pero la Compañía de los Mares del Sur no era la única oportunidad. Su éxito generó al menos un centenar de imitadores y advenedizos, todos los cuales aspiraban a su parte en el boom. Entre ellos se incluían compañías para desarrollar el movimiento perpetuo (con lo que también se adelantaron a su tiempo), asegurar caballos, perfeccionar el arte de fabricar jabón, comerciar con cabello, reparar y reconstruir casas parroquiales y vicariales, transmutar mercurio en metal fino maleable, y levantar residencias u hospitales para ingresar y mantener en ellos a hijos ilegítimos, amén de la inmortal empresa «para llevar adelante una iniciativa muy ventajosa, pero que nadie sabe en qué consiste».
En julio de 1720, finalmente, el gobierno dio el alto. En efecto, se aprobó una ley - la Bubble (»Burbuja») Act - que prohibía esas otras empresas, menos, según se ha creído siempre, para proteger a los insensatos y a los ingenuos que para asegurar el monopolio especulador de la propia “Compañía de los Mares del Sur”.
Pero por entonces ya se acercaba el fin de la compañía. Los valores entraron en barrena, en parte, sin duda, como resultado del oportuno reparto de beneficios de los que estaban dentro y arriba. En septiembre las acciones habían caído a 175 libras y en diciembre, a 124. Se hicieron esfuerzos heroicos, retóricos y de otros tipos para sostener y reavivar la confianza, incluyendo un llamamiento en demanda de ayuda al recién fundado Banco de Inglaterra.
Con el tiempo, y con algún apoyo del gobierno, las acciones subieron hasta 140 libras, más o menos: aproximadamente una séptima parte del valor más alto alcanzado. Como antes sucediera y como sucedería después, una vez se produce el hundimiento, quedan desbordados todos los esfuerzos para evitar el desastre.
No tardó en iniciarse la búsqueda de chivos expiatorios, que fue feroz y brutal. Blunt, ahora ya “sir” John Blunt, escapó por poco a la muerte cuando un asaltante, cabe imaginar que una víctima, trató de dispararle en una calle londinense. Acabó salvándose porque puso en manos del gobierno a sus compañeros de conspiración situados en puestos de alta responsabilidad; una iniciativa corriente en los tiempos actuales. Los individuos relacionados con la compañía fueron expulsados del Parlamento, y los directivos y otros empleados (incluido el propio Blunt) vieron su dinero y sus propiedades confiscados a fin de proveer alguna compensación a los perjudicados. Robert Knight, tesorero de la compañía, partió de súbito para el continente, pero fue perseguido y encarcelado y se solicitó su extradición. Logró escapar, sin embargo, y vivió desterrado durante los veintiún años siguientes. James Craggs, un influyente político de avanzada edad, implicado en el asunto, se suicidó. Otros acabaron en prisión. [Cualquier semejanza con el ropero de alguien es pura coincidencia!]
Como tras el caso de los tulipanes y el de John Law, la vida económica de la ciudad de Londres y la del país en su conjunto experimentaron una notable depresión.
Aquí quedaron de manifiesto las previsibles características propias de la aberración financiera. Se daba un gran apalancamiento sobre los reducidos intereses que abonaba el Tesoro por la deuda pública. Los individuos fueron peligrosamente cautivados por la creencia en su propia perspicacia e inteligencia en asuntos financieros, y transmitieron este error a otros. Se brindaba una oportunidad de inversión rica en perspectivas imaginadas, pero inane si se examinaba serenamente la realidad. Algo en apariencia emocionante e innovador se apoderó de la imaginación del público, en este caso la sociedad por acciones, la cual, por lo demás y como ya se ha dicho, tenía un origen decididamente más antiguo. (Las grandes compañías con privilegio comerciaban con la India y con otras partes desde hacía ya un siglo.) Y como fuerza operativa, ignorada según cabía esperar, actuaba el abandono del buen sentido por el público en masa, en pos del beneficio.
Pero, excepcionalmente, esta última circunstancia fue reconocida andando el tiempo. [¿De veras…?]
Charles Mackay, en un relato muy agudo de la «Burbuja de los Mares del Sur», señaló cuál era la verdad:
(En el otoño de 1720)… en cada ciudad de alguna importancia del Imperio se celebraron reuniones públicas en las que se elevaron peticiones, solicitando que el legislativo hiciera recaer la venganza sobre los directivos de la “Compañía de los Mares del Sur”, los cuales, mediante sus fraudulentas prácticas, habían conducido la nación al borde de la ruina. Nadie parecía imaginar que la propia nación era tan culpable como la Compañía de los Mares del Sur. Nadie censuraba la credulidad y la avaricia del pueblo; el degradante afán de ganancia... ni tampoco la obsesiva pasión que había inducido a la multitud a apresurarse e introducir la cabeza, con alocada avidez, en la red tejida para ella por los artífices de aquella iniciativa.
Pero estas cosas jamás se mencionaron”.
Como tampoco se mencionaron nunca tras los episodios recientes de especulación, como quedará ampliamente de manifiesto.

[Fin del capitulo. Todos los destacados, subrayados, bastardillas y comentarios entre [..], son míos]. TR.

¡Después de leer esto, espero que le quede la cara que pone el tío de la tele, con nombre de estado yanky, del ayudante desgonzado y las tías macizas!
Y que haya justificado la elección del titulo para el artículo…
Y si no se han “dado cuenta” de lo que estoy diciendo, ya saben a quien han de votar, claro! Nunca he olvidado la lapidaria frase de cierto conocido político brasileño que se vio obligado “a comer sapos barbudos”:
 “El pueblo, el ciudadano,  siempre fue, es y será ignorante. El peligro acecha cuando las élites dirigentes se vuelven ignorantes!”




Comentarios

Entradas populares de este blog

La sicohistoria y las leyendas judias.

VERDAD HISTORICA Y VEROSIMILITUD